Treinta y dos años han pasado desde que Pink Floyd editaran una de las obras cumbre de su discografía: “The Wall”. Y todo ese tiempo ha tenido que pasar para que el líder del grupo, Roger Waters, esté finalmente contento con el resultado de la traslación del álbum al directo. Eso fue al menos lo que el propio Waters expresó en los últimos momentos del concierto que ofreció en Barcelona y que, a todas luces (nunca mejor dicho), fue un éxito. Además demostró que cuando las ideas y proyecciones mentales que Pink Floyd pensaron hace más de 30 años han podido ejecutarse gracias a los medios técnicos y económicos necesarios, han demostrado el inmenso talento que atesoraban. Tampoco es que tuviéramos dudas de ello, todo sea dicho.
Lo de Waters y “The Wall” es la conjunción ideal de música e imagen, una obra que requiere que hablemos de ella como audiovisual. Si, es algo que a lo largo de su carrera Pink Floyd siempre buscaron pero en “The Wall” alcanzaron cima.
Supongo que muchos conoceréis el concepto detrás del disco pero a grandes rasgos, el álbum nos cuenta la vida de una estrella del rock, desde sus traumas infantiles hasta el ascenso al estrellato con todos los problemas que ello supone, siendo cada revés que sufre en la vida un ladrillo que se va añadiendo a un muro que le acaba separando de la realidad.
El paso a la vida del disco es espectacular: Waters no ha escatimado en gastos y se agradece ya que es el mejor modo de dejarnos con la boca abierta. Afortunadamente ahora se lo puede permitir sin riesgo a caer en la bancarrota. O quizá caiga en ella pero, ¡qué demonios, al menos lo hará feliz por el resultado final!
Fuegos artificiales, petardos, cañones de luz, marionetas gigantes, robots, mini-helicópteros mientras poco a poco múltiples operarios, en la sombra, van construyendo, a medida que pasan las canciones, ese metafórico muro (aquí totalmente real) sobre el que se articula el disco, dan forma vital al poblado mundo de “The Wall”. El susodicho muro acaba cayendo a gritos del público saliendo finalmente la banda, entre escombros, a despedirse tras el tremendo espectáculo ofrecido.
Además, lo que años atrás era una metáfora sobre el aislamiento ahora se ha convertido también en un alegato antibélico con múltiples referencias a caídos en “guerras” recientes o imágenes de Wikileaks.
Pero centrarnos solo en el apartado visual sería hacer flaco favor a la otra parte fundamental del ‘show’: la música. Waters se muestra en gran forma y ejerce de frontman con carisma y profesionalidad. Cuando toca coger el bajo, nos retrotrae a los años gloriosos de Pink Floyd. Y la banda que le acompaña supura calidad en cada uno de sus poros: el espectacular solo de Dave Kilminster en “Comfortably Numb” es solo un ejemplo.
En definitiva, asombroso espectáculo audiovisual el ofrecido por Roger Waters que incluso es recomendable para aquella gente a la que Pink Floyd no gusta: no deja de ser teatro audiovisual. Roger no hizo aguas, precisamente.