El líder de Converge, Jacob Bannon, ha escrito un análisis del nuevo disco de Pearl Jam, «Lightning Bolt», para The Talk House en una sección en la que diferentes músicos se encargan de hacer la crítica de algún nuevo lanzamiento.
Cuando llueve, diluvia.
Escribo esto mientras estoy estirado en el salón de un amigo, recuperándome de una operación de rodilla causada por años de abuso en mi banda. De adolescente, aprendí la lección no expresada que bandas como Black Flag me enseñaron de forma bastante literal; toca fuerte o vete a casa. Y a lo largo de más de dos décadas he hecho esto y ahora lo estoy pagando físicamente.
¿Qué relación tiene con Pearl Jam? No os preocupéis, llegaré a ello.
Pearl Jam nunca me han atraído en el sentido tradicional. En la época en la que arraigaban en la cultura popular, yo irracionalmente los desprecié. La maquinaria de marketing de los grandes sellos detrás de las bandas encasilladas como «grunge» practicaron el exceso sin prejuicio, chupándole la vida a muchos artistas con los que entraron en contacto. Incluso si ciertas bandas eran atractivas en la forma primordial del «grunge» (Skin Yard, Big Chief, Mudhoney y otros) mis pasiones se deshincharon con la explotación del subgénero. Demasiado de algo puede ser algo malo.
Yo era un adolescente fanático de la música a principios de los 90, una era de oro para la música agresiva. Por entonces, me andaba recuperando de una rotura de rótula. Estuve postrado en cama seis meses y la música se convirtió en una intensa obsesión mía, como músico y como oyente. Pasaba horas sin fin, perdiendo la cabeza, pensando en la clase de banda que quería y las cualidades que quería que tuviese algún día.
Ni siquiera entonces, los grandes sellos no podían mearse en mi pierna y decirme que llovía. Quizá no sabía nada de la mayoría de cosas de la vida pero sentía que podía determinar si una banda era algo auténtico o no con precisión de cirujano. Tenía un voraz apetito por lo real (sigo teniéndolo) e intolerancia por los falsos, un epíteto que incluso ahora, considero un destino peor que la muerte.
Una tardía noche de sábado en el Headbangers Ball, vi el vídeo de «Alive» e inmediatamente lo vi como sospechoso. Tenía todo lo que un joven amante de la música podía querer; un tratamiento artístico en blanco y negro, saltos al público en cámara lenta e incluso una metáfora visual de la nueva locura del ‘crowd surfing’ -la «ola» granulada que aparece – todo en uno, un pack todo-demasiado-perfecto. Algo cantaba.
Al mirar con más detenimiento, Stone Gossard parecía un impostor Stevie Ray Vaughan. Los extraños movimientos funky de Mike McCready eran extrañamente de instituto, el sombrero de ganchillo rasta de Jeff Ament era como un disfraz y el rol de Eddie Vedder como el inconsciente rompecorazones parecía forzado. Súmale a eso que su batería cogía las baquetas de un modo friki tradicional y su destino estaba sellado en mi cerebro que-todo-lo-sabía: Pearl Jam era una farsa.
A medida que Pearl Jam envejecían, su resistencia pública a la industria musical me olía mal. Los alguna vez dispuestos participantes de la millonaria máquina de las grandes discográficas, mordían suavemente la mano que les dio de comer, alineándose con los pioneros del hazlo-tu-mismo Fugazi y el simbólicamente rebelde Neil Young mientras seguían siendo un operario de la endiablada máquina.
Los apagué antes de siquiera llegar a sintonizar. A todos los efectos, Pearl Jam eran música pop disfrazada de arte alternativo y no quería ser parte de ello. Me llevó 20 años de mi vida pasar y alguna introspección personal para convencerme de lo contrario.
Hace exactamente un año, en un viaje nocturno en las montañas de Oregon, nuestro bajista Nate Newton se giró hacia mi y gritó, «¡Vamos a chocar, agarraos!» lo suficientemente alto como para oírlo por encima de mis estruendosos auriculares. Esas fueron las últimas palabras pronunciadas antes de que nuestra furgoneta y trailer perdieran el control, chocando bruscamente contra una barrera de autopista, en dirección contraria en la I-84. Mientras derrapábamos hasta detenernos, miré la cara de mis compañeros de banda y equipo. Y entonces fue cuando me chocó; esa gente tan diferente de mi aún así es mi familia. Les quiero como tal. No quiero perderles nunca. Somos diferentes de todas las formas diferentes; educación, odios, amores, miedos, etc. Pero somos lo mismo, un equipo que encuentra sus cosas en común en la música que hacemos. La verdad es que no sé que habría hecho si las cosas hubieran tenido un giro más trágico esa noche.
Y no riáis pero cuando chocamos estaba escuchando la versión de Pearl Jam del «Love, Reign o’er Me» de The Who.
Aún conmocionados, logramos sacar nuestras perjudicadas furgoneta y trailer de la autopista, para sentarnos en un camino alternativo esperando a que llegara un remolque. En la absoluta oscuridad, me estiré en un banco, tratando de calmar los nervios. Quería llamar a casa y decirle a mi mujer que la quería pero no había cobertura. Mientras el resto se echaron a dormir yo busqué una distracción. Me volví a poner los auriculares y le di al play. La versión del «Love Reign o’er Me» de Pearl Jam me volvía a inundar y me dieron escalofríos. Puse esa canción una y otra vez esa noche. En parte porque la original es una vieja favorita mía y en parte porque necesitaba algo reconfortante en el caos. Entonces me distraje de nuestra sombría situación pensando en la banda, mi vida y el lío en el que estaba. Y por primera vez en mis años de escuchas sospechosas de Pearl Jam como un detective, empecé a entender a la banda de un modo que nunca antes había hecho.
Lo que ingenuamente malinterpreté como una farsa de una gran discográfica era, en realidad, una colección de inadaptados sociales musicales. Pearl Jam se encontraron orgánicamente, igual que nuestra banda. Nunca quisieron tocar nada más que música honesta, emocional, igual que tocaba nuestra banda. Y son todos individuos intensamente diferentes, igual que nuestra banda. Pearl Jam no eran guays o molones y tampoco decían serlo. Eran chavales raros, igual que nosotros. Mientras más cerca miraba, más paralelismos veía con mis propios esfuerzos y motivaciones. Pese a tocar a diferente volumen y para diferentes propósitos, llevábamos algo similar en nuestra sangre. Lo que malinterpreté como calculado era una palabra con «c» muy diferente: carácter. Fueron una forma de rebelión y yo fui demasiado cabezón para darme cuenta.
El rencor de Pearl Jam hacia la industria era muy real. Siendo chavales prometedores, se balanceaban inocentemente al borde de algo espectacular para simplemente ser empujados del borde por grandes intereses corporativos. Se desplomaron, no estando preparados para ser la banda que el mundo quería que fuese. Las presiones externas que les maldijeron en la cima de sus fuerzas de los 90 podrían haber machacado carbón en diamantes. Milagrosamente sobrevivieron la caída y maduraron en una central eléctrica musical personal y política.
Les respeto por eso.
«Lightning Bolt» es el décimo álbum de Pearl Jam. El sonido es un disco de rock moderno pero a la vez cálido. A veces arrastra una vaguedad pop y otras abraza un peso emocionalmente intenso. Los críticos lo malinterpretan a menudo como debilidad pero esta disparatada colección de ambientes es precisamente la fortaleza de la banda – la variedad de dinámicas que ofrecen son el sonido de la complejidad humana. Eso es lo bonito de la música: puede hablar toda clase de lenguajes.
Sé que lo que escribo aquí no le importa a un auténtico artista, tampoco debería. La plenitud emocional de lo que crean es lo único que les importa. Y a medida que he crecido como artista y músico también he crecido como oyente de música; he aprendido que el mundo musical no gravita a mi alrededor y lo que prefiero escuchar. Que la música es «buena o mala» es una idea imperfecta. Los artistas hacen lo que quieren y nosotros conectamos o no con ello. Solo porque conectemos con algunas canciones más que con otras no hace de las otras menos válidas, solo que no las entendemos. De hecho, se supone que no debemos, y eso está bien.
Las canciones de «Lightning Bolt» que en este punto de mi vida me hablan: «Sirens», «Pendulum», «Yellow Moon» y «Future Days». Esas canciones tienen algo en común: son cuentos de la importancia del amor frente a la mortalidad. Es un obstáculo universal con el que me identifico, tanto que a veces es el tema del arte y la música que hago. Quizá haya llevado una vida pero ahora veo a Pearl Jam bajo otra luz. No como simbólicos adversarios sino como parientes de un país lejano.
Gracias por vuestro tiempo.