Estos días se pone a la venta en EEUU la biografía que Maynard James Keenan, vocalista de Tool/A Perfect Circle y líder de Puscifer, ha escrito en colaboración con la periodista Sarah Jensen. El libro, «A Perfect Union Of Contrary Things», narra la vida y milagros del músico y, aunque como él mismo explicó, no se centra en exceso en sus vivencias con Tool, sí explica como nació el grupo en un capítulo que podemos leer cortesía de Rolling Stone.
Por la noche, tras el cierre de los clubs, Tom Morello muchas veces acompañaba a (Maynard) al loft, donde discutían los innovadores tempos de Devo y las raíces blues de Led Zeppelin. Cargaban la platina de cassettes con música que iba un paso más allá del mainstream, la música oscura e innovadora que Maynard más apreciaba. «Recuerdo que me puso un álbum de Swans, algo que estaba fuera de mi zona de confort», recuerda Tom. Maynard explicaba los acordes minimalistas, los efectos emocionales de los gruñidos, su primaria interpretación del heavy metal y Tom tomó nota cuidadosamente.
Ahora que Lock Up se había disuelto, Tom centraba sus energías en poner los cimientos de una nueva banda que planeaba llamar Rage Against The Machine, una banda que imaginaba iría más allá de las fronteras del metal y retar la complacencia política. Resuelto que estaría por encima de las bandas incipientes que él y Maynard veían en el Coconut Teaszr y Raji’s, se dedicó a aprender todo lo posible para evitar los errores que hundieron Lock Up. «Maynard me enseño a afinar en D», recuerda Morello.
Ambos se sentaban en el banco del parque que completaba la decoración de las pajareras. Maynard acunaba la Fender Telecaster de Tom y afinando de E a D para crear el sonido Seattle, la pesada resonancia que le dio a bandas como Soundgarden y Nirvana y Pearl Jam su firma sonora.
Tom reclutó a lo mejor de lo mejor para su nueva banda: el experimentado músico Tim Commerford al bajo y coros y el batería de Greta, Brad Wilk, que contribuía con sus extensas dotes percusivas. Solo le quedaba identificar un vocalista que encajara para completar su formación. Para entonces, ya había estado en muchas de las actuaciones de Maynard con Green Jellö, había oído cassettes de C.A.D. y respetaba tanto el talento vocal de Maynard como su habilidad para analizar arreglos complejos. «Había esa idea flotando de que trabajáramos juntos,» recuerda Tom. «Brad y yo habíamos estado ensayando con Maynard y Zack de la Rocha. Nos gustaba tocar con ambos y Brad y yo tuvimos una larga conversación telefónica sobre quien deberíamos sacar a bailar».
Al final, el rapero De la Rocha demostró ser el compañero más lógico. Su banda hardcore, Inside Out, tuvo cierto seguimiento en el underground, y su éxito le sirvió como reválida para Rage. Sería solo cuestión de tiempo, se decía Tom, antes de que su banda llamara la atención de uno de los sellos que querían ser el primero en fichar a bandas distintas y con proyección.
El pequeñísimo rol de Maynard en Green Jellö a duras penas le reportó un contrato discográfico, y no había compuesto nada nuevo desde sus días en Grand Rapids. No había guitarristas ni bateristas disponibles para tocar siquiera sus canciones de C.A.D. y no había preparado ningún plan de negocio o manifiesto artístico. Pero tenía una cosa que la mayoría del resto de bandas no tenia.
Desde las sombras de su mesa en la parte trasera del Club with No Name o English Acid, miraba con cinismo las bandas que hacían cabriolas en el escenario. «Estaba en la parte de atrás del local viendo esas bandas y criticando todo lo que hacían,» recuerda. «No había duda de que querían estar ahí. Pero no tenían la necesidad de estar ahí».
«Esas bandas estaban ahí para bailotear y ser populares, para entrar en el club sin pagar o para mojar, para llamar la atención de los cazatalentos que pudieran haber entre el público o lo que fuese que intentaran hacer. Llevaban estúpidos sombreros y daban saltos sin contar una historia. Y ni siquiera lograban destacar demasiado. Toda la escena era humo.»
Si iba a querer ponerse bajo los focos, Maynard sabía que su actuación iba a involucrar mucho más que saltitos superficiales. Tenía historias que contar -décadas de historias- y una tremenda necesidad de contarlas. El suyo era un impulso instintivo para transformar el dolor y la soledad en riffs y acordes, un imperativo para traducir el miedo y la decepción y los planes equivocados en palabras y rimas hasta que la tristeza y la rabia se disipasen en un sonido vibrante que latía al ritmo de su alma.
«Aún no sabiendo cual es tu destino o lo que tratas de hacer, si realmente lo haces en serio, puedo sentirlo,» explica Maynard. «Cuando Brando hacía una escena, lo hacía de verdad. Cuando Dee Dee Ramone salía al escenario, lo hacía en serio aún siendo la vez un millón que lo hacía. No veía eso en Los Angeles.»
La frustración de Maynard no hizo más que crecer cuando se dio cuenta de que se convertiría en un horrible cliché, otro hipster hastiado viviendo con lo justo y reprochando el desalmado postureo de bandas cuyo sentido del trabajo en equipo estaba tan desafinado como sus guitarras de tienda de segunda mano.
«Acabó llegando un momento en el que la gente se cansó de oírme una y otra vez siendo un gilipollas prejuicioso,» recuerda. «Terminaron diciendo, «Bueno, si crees que lo puedes hacer mejor, ¿por qué no lo haces?»
Maynard había venido pensando de tanto en cuanto en formar otra banda pero nunca se lo tomó en serio. Vio disolverse a C.A.D. mientras sus miembros se centraban, en plena carrera por la popularidad, en excluir los detalles que quizá les hubiera dado éxito: inversiones con cabeza y flyers atractivos, compromiso por un avance creativo y una visión compartida del futuro de la banda. Igual que los grupos de L.A. que él criticaba, C.A.D. cayó en el olvido bajo su propio desequilibrio.
Pudo recordar suficientes acordes de guitarra como para componer al menos unas pocas canciones hasta que pudo encontrar compañeros de banda adecuados. «Cuando llegó el reto de hacer algo o cagarme y mostrar lo que quería decir con ‘¡Apestáis!’, mi lado irlandés dijo, ‘Vale’,» recuerda Maynard. «Os enseñaré como hacer esto mejor. No para siempre. Os enseñaré como se hace para que podáis hacerlo vosotros mismos».
El alocado caos de Green Jellö fue un ambiente controlado en el que explorar su arte pero con su propia banda podía excavar más en sus frustraciones y rabia. Las letras estaban listas para ser escritas, letras que podrían exponer el descontento y el resentimiento que hervían debajo de la superfície -y quizá incorporar un poquito de humor negro para especiar un poco las cosas y que los oyentes se quedaran con la duda.
Muchas noches, Maynard se estiraba solo en su cama mientras el resto de las fieras de la casa se aposentaba en sus nidos. Veía la luna crecer en el cielo de Hollywood e incubaba decepciones y heridas que debería haber dejado reposar mucho antes: la imagen del VW de su madre desapareciendo en el horizonte de su casa de Indian Lake; sus cautelosos paseos, armado y con precaución, por las calles de Grand Rapids; el desprecio de su abuela por su atuendo punk. Quizá tenía razón y todo. De haber aceptado la invitación de West Point no estaría haciendo malabares a finales de semana para comprar grillos para las iguanas. Una titulación en arte le habría supuesto un cargo como supervisor en el estudio, mejor sueldo y horarios normales.
El giro equivocado le llevó a una calle sin salida, a una desafección y a cuestionar cada decisión, la pesada sensación de exiliarse de la magia en la que había creído cuando se fue de Boston. Y lo cierto es que había desperdiciado casi un año un estudio, marcando el tiempo.
Ya había paseado suficiente. Había llegado el momento de esprintar.
«La frustración que sentí en aquel momento es, sin duda, lo que levantó por aquel entonces este proyecto del suelo. Tuve buenos amigos en Boston y había tenido éxito en la tienda de animales y creía que estaba en el camino correcto. Luego perdí todo y vivía de 400 dólares al mes. Necesitaba destruir. Necesitaba gritar de forma primaria y tenía que ser lo suficientemente fuerte para que la gente dijera, «¿¡Qué coño fue eso?!» Necesitaba salir. Fue ese momento decisivo en el que te conviertes o bien en asesino en serie o en estrella del rock».
Encontrarse ese reto no sería una faena sino una alegría. Ese sentimiento familiar de logro al enchufar su guitarra mientras trabajaba rudimentariamente en melodías y letras. Componer en tandem con Tom mientras trabajaba en establecer su propia banda nueva les energizaba y motivaba a los dos.
«Improvisaba con diferentes personas al empezar con Rage,» recuerda Tom. «Un día, Brad Wilk, un bajista llamado Noah, Maynard y yo estábamos improvisando y completando riffs. Maynard estaba desarrollando una nueva canción llamada ‘Part Of Me’.» En un ida y vuelta ambos tocaban, creando a turnos un contrapeso y una armonía en la pieza de Maynard y en una canción de Tom llamada «Killing in the Name».
«Estaba bastante claro que las canciones encajaban juntas,» explicaría Maynard. «No creamos una canción. Estábamos divirtiéndonos». Pero descubrir juntos las transiciones e intervalos en las que su música se unía era alentador, una validación de que estaba en el camino creativo correcto.
Maynard sabía que añadir músicos a esta formación añadía niveles y dimensiones a la música. Entendió la interacción de guitarra, bajo y percusión, un Gestalt que alguien en solitario nunca podría alcanzar, y empezó a mirar a músicos que habían pasado por el loft y los clubs con un ojo más perspicaz.
Durante sus desayunos de medianoche en el Canter’s Deli, en la mesa de picnic de las barbacoas de Lybertyville, en la parte trasera de Raji’s, Adam (Jones) dio a entender durante meses que él y Maynard deberían colaborar. Había oído un cassette de C.A.D., había visto las actuaciones de Maynard con Green Jellö y su deseo aumentó tras la muerte de Mother. Pero Maynard se resistía. «No había visto de lo que Adam era capaz,» recuerda. «Sé que era un exitoso artista de efectos especiales en Stan Winston pero no estaba seguro de lo que podía hacer musicalmente».
Había observado el lento y meticuloso proceso de montar Mother -al menos más lento de lo que hacía Maynard que, una vez se embarcaba en un proyecto, fuese una pajarera o una caminata de 800 millas, trabajaba de forma obsesiva para completarlo hasta la perfección. Y no quería lidiar con la misma clase de falta de compromiso que había visto en las bandas de Grand Rapids. A menos que sus nuevos compañeros de banda compartiesen su hambre por lograr el éxito, sabía que el grupo seguiría junto por no más de una o dos fiestas en el apartamento.
Pero Adam era persistente y Maynard empezó a tomarse su interés en serio. «Daba igual quien metiera en la habitación,» explica Maynard. «La banda tendría un rollo distinto con personas diferentes así que no había mucha diferencia en ese momento. Cualquier reserva que tuviera por trabajar con alguna persona determinada era irrelevante. Yo tenía una idea e iba a ver más allá».
Era cosa de Maynard comunicar su visión – la pura simplicidad de los arreglos, el enfoque sonoro minimalista, los prototipos de dolor y redención subyacentes en las letras, la cruda emoción reflejada en la guitarra y los platillos. Una vez los otros estuvieron de acuerdo en las partes que debían estar en su sitio, las diferencias individuales se tratarían por ellas mismas. «La geometría de esta mesa que estábamos montando era bastante básica,» cuenta Maynard. «No era victoriana. Eran cuatro patas con una parte encima, una estructura muy simple. Si alguien iba a empezar a hacer solos e improvisaciones en todos lados, eso no iba a funcionar».
Maynard invitó a Adam para ensayar una estructura de canción básica y reconoció inmediatamente sus dotes rítmicas, su ritmo metódico que reflejaba su dedicación a su arte, y no tenía duda de que podría poner una base firme a sus palabras y su furia. A Adam no le iba lo de hacer improvisaciones a lo loco.
Una tarde Adam trajo al local de ensayo de Danny (Carey) a un nuevo compañero de trabajo de Stan Winston, un oriundo de Spokane que dedicaba sus días a crear efectos especiales hasta que su sueño de trabajar en películas se hiciera realidad. Las habilidades de Paul D’Amour con la mesa de billar solo eran comparables a su eficiencia al bajo. Miembro de diversas bandas de Washington que nunca lograron despegar, tenía muchas ganas de hacer una audición para ser parte de cualquier grupo que tuviera cierto tufillo a éxito.
Maynard se echó hacia adelante cuando Paul empezó con su agresiva forma de coger la púa, un estilo que imaginó que mejoraría la canción en la que había estado trabajando esa mañana. Paul era un candidato ideal para ser el bajista, le dijo Maynard a Adam – al menos hasta que apareciera un músico a tiempo completo.
Identificar a un percusionista adecuado era otro tema. El loft de Green Jellö era una puerta giratoria de artistas y músicos, una piscina que no paraba de llenarse si alguien estaba montando una banda para un concierto improvisado o una fiesta – a menos que necesitaras un batería.
«En Hollywood en aquellos tiempos,» explica Bill Manspeaker, «todo el mundo quería ser cantante o guitarrista y ya. Luego bajista. Pero, ¿batería? Olvídate. Eso era lo más complicado de encontrar».
Los baterías que Maynard y Adam conocían no venían a las audiciones o, si venían, no entendían los planes de Maynard para la banda. Venían vía el loft de Danny -pasando por futbolín y sus trofeos de baloncesto del instituto y bajo el pterodáctilo hinchable suspendido del techo- y ni uno comentaba nada de la decoración. Su apatía no hizo más que reforzar el miedo de Maynard de que su operación sería una repetición de Grand Rapids. Esperó incomparecencia tras incomparececia, calculando el importe del alquiler de Danny mientras el local no se usaba.
«Me sentí mal al ver que sus baterías no venían,» recuerda Danny. «Y la verdad es que no estaba haciendo nada así que decidí tocar con ellos, ya que mi batería ya estaba ahí montada.»